LA DERIVA LUMPEN DE LA CULTURA ESCOLAR, por Eduardo Parino.

Próximo a graduarme como bachiller, transcurriendo el último bimestre, la profesora de Literatura Hispanoamericana, luego de trajinar el resto del año académico entre movimientos y autores que cubrían la primera centuria de la América española devenida independiente, nos propuso abordar el siglo XX mediante el análisis de una novela, en un trabajo colaborativo y de un cuento, individualmente.
Cuando advertí que me había tocado “Las ruinas circulares” de Jorge L. Borges, no pude dejar de experimentar cierta aprensión. Disfrutaba de la poesía de Borges, esa genialidad inigualable de encastrar cada palabra en la ubicación exacta dentro del verso, que hacía que cada estrofa sonara con una armonía perfecta, como el compás de una sinfonía maestra. Pero cuando intentaba iniciarme en su narrativa, me resultaba impermeable, hermética, una red inextricable, donde lo real se entrelazaba con lo sobrenatural, un universo que se nutría de ensoñaciones oníricas, en que el tiempo perdía su cronología lineal y asumía el patrón cíclico del eterno retorno, alusiones a la cosmogonía persa, las mitologías escandinavas o el misticismo judío, en fin, un laberinto, para usar un concepto caro al autor, donde se entraba pero nunca se encontraba la salida.
Pensaba que mi cognición adolescente era incapaz de abarcar ese mundo ficcional que la erudición borgiana había creado. Aproveché un viaje a Mar del Plata para acercarme a la bien dotada Biblioteca Municipal en busca de la obra de J. Alazraki, que la profesora me había recomendado, quizás el mejor crítico de la obra de Borges, que no encontré, pero accedí al estudio de su amiga y biógrafa A. Jurado, que me proporcionó el material que buscaba. El trabajo no sé si tuvo una calidad aceptable, probablemente no, pero disfruté del proceso, lo que es más importante y gané en autoconfianza.
Tiempo después, comprendí que la intención de la docente, probablemente, había sido el plantearme un desafío, abrir una ventana y mostrarme un paisaje desconocido, luego sería mi decisión qué hacía con todo ello.
En 1968 P. Bourdieu y JC. Passeron, desarrollaron en su obra La Reproducción, la tesis de que el dispositivo escolar, en el imaginario colectivo legitimado como el principal mecanismo de ascenso social, en realidad, no hacía más que reproducir las desigualdades sociales. Sostenían que el lenguaje escolar se nutría de la cultura de las clases medias, lo que denominaríamos cultura “culta” o “ilustrada”, que los sectores populares sentían como extraña y que no podían absorber dado el insuficiente capital “cultural” de las familias de las que provenían, lo que devenía en fracaso y abandono.
De esta manera, el dispositivo escolar ejercía una suerte de violencia simbólica, legitimando la hegemonía de las clases dominantes sobre las más desfavorecidas y profundizando la brecha que las separaba. La idea, que contrariaba valoraciones establecidas, actuó como revulsivo en el ámbito de la sociología de la educación. No obstante, estudios de campo contemporáneos parecían confirmar sus postulados y, en definitiva, lo cierto es que parecía brindar una interpretación valedera a un fenómeno social, expuesta con argumentación convincente.
El problema se suscitó en las décadas posteriores, cuando teorizaciones laterales, tomaron lo que era una explicación atractiva de un fenómeno social como la solución al problema mismo.
Aunque toda manifestación derivada de la acción humana sea por definición un producto de la cultura, no todas alcanzan el mismo nivel de jerarquía, proporcionado por su sentido de trascender el tiempo en que vieron la luz, expresar valores universales o alcanzar una perfección de inspiración divina.
Llevados por un relativismo cultural que legitima toda expresión si responde a las lógicas internas de los espacios sociales de donde provienen, caemos en un igualitarismo absurdo, plebeyismo diría Ortega y Gasset, que pone en un mismo plano lo imperecedera y lo efímero, la universalidad del ser humano frente a particularismos localistas poco representativos, la sublimación de lo excelso frente a la exaltación de la vulgaridad empobrecedora.
El proceso ha adquirido aceleración, con el avance de la cultura digital y su culto de la superficialidad frívola y el placer lúdico más o menos inmediato. Así, se ha impuesto una lumpenización de los contenidos con la excusa de cerrar la brecha entre la institución escolar y la cultura joven en general y en especial, las tribus urbanas que orillan la marginalidad. P. Meirieu, reconocido pedagogo francés, resume el proceso educativo con dos pares de vocablos: apuntalar-desapuntalar, vinculación-emancipación, una eterna dinámica de sostener la construcción del alumno con andamios para retirarlos cuando ya no son necesarios, alimentar para hacer salir la propia personalidad, hacer visible el “yo”, el camino hacia la autonomía cognitiva.
¿Cómo podríamos aspirar a una construcción sólida si solo proporcionamos como enseñantes, materiales de calidad discutible? Aun logrando ponerla en pie ¿cómo revestirla de brillo y dignidad, sin ofrecer los materiales más preciados? Para D. F. Sarmiento, el maestro no debía ser «el miserable pedagogo condenado por su nulidad a residir en un rincón despoblado para enseñar a deletrear a unos cuantos niños desaseados y estólidos», lo concebía como un agente civilizador que portaba la obligación de vincular al estudiante con todos los productos de la cultura que el hombre había creado a lo largo de dos milenios, poniéndolo en relación «con todo el mundo, con todos los siglos, con todas las naciones, con todo el caudal de conocimientos que ha atesorado la humanidad».
Si como docentes, no abrimos puertas, no mostramos a nuestros aprendices mundos ignotos, si no los conectamos con todas las expresiones de nuestro legado civilizatorio, aquel que nos ha conferido identidad, ¿cómo harán para encontrar un propósito de sentido que los impulse en la vida?, ¿para explorar donde reside su vocación?, ¿para descubrir qué los apasiona?, ¿para desafiar los límites de sus aptitudes?, ¿para definir una personalidad propia, autónoma, que exteriorice su propio “yo”?.
Si solo los exponemos a aquellas manifestaciones más afines a sus subjetividades, con la excusa de que carecen del capital cultural para acercarse a otras, estaremos subestimando sus capacidades y poniendo un techo a sus aspiraciones y posibilidades de desarrollo y construcción personales. Pasarán por el dispositivo escolar, pero egresarán con un espíritu indigente, despojados de carácter y voluntad, sin saber de qué son capaces y nuestro sistema educativo continuará siendo, como afirma G. Tiramonti, un gran ”simulacro”, donde pretendemos que ocurren cosas que hace mucho que ya no acaecen.
Me convence pensar que mi profe de Literatura de 5to Año había capturado la esencia de su rol y tiendo a creer haber descifrado el mensaje que intentó transmitirme…
                                                      EDUARDO PARINO